¡Comenzamos la Cuaresma en comunidad!

05.03.2014 23:47

Profesores, alumnos y personal de servicio de la Universidad se han reunido en la tarde del Miércoles de Ceniza para inaugurar juntos el tiempo de Cuaresma. En un clima de oración y recogimiento han recibido la ceniza haciendo el propósito de llevar a la práctica el consejo de la Palabra de Dios que se escuchaba en una de las lecturas: "Rasgar los corazones, no las vestiduras". Un propósito que nos invita a la apertura, al darse al hermano, a compartir, a enriquecer a los demás. Una andadura cargada de optimismo gracias a las pautas sinceras de la oración, el ayuno y la limosna, que intentarán convertir nuestro corazón de piedra en corazón de carne.


También el Papa nos iluminó con estas palabras para la Cuaresma:

Queridos hermanos y hermanas:

Con ocasión de la Cuaresma os propongo algunas reflexiones,
a fin de que os sirvan para el camino personal y comunitario de conversión.
Comienzo recordando las palabras de San Pablo: «Pues conocéis la gracia de
nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para
enriqueceros con su pobreza» (2 Cor 8, 9). El Apóstol se dirige a los
cristianos de Corinto para alentarlos a ser generosos y ayudar a los fieles de
Jerusalén que pasan necesidad. ¿Qué nos dicen, a los cristianos de hoy, estas
palabras de San Pablo? ¿Qué nos dice hoy, a nosotros, la invitación a la
pobreza, a una vida pobre en
sentido evangélico?

La gracia de Cristo

Ante todo, nos dicen cuál es el estilo de Dios. Dios no se
revela mediante el poder y la riqueza del mundo, sino mediante la debilidad y
la pobreza: «Siendo rico, se hizo pobre por vosotros...». Cristo, el Hijo eterno
de Dios, igual al Padre en poder y gloria, se hizo pobre; descendió en medio de
nosotros, se acercó a cada uno de nosotros; se desnudó, se "vació",
para ser en todo semejante a nosotros (cfr. Flp 2, 7; Heb 4, 15). ¡Qué gran
misterio la encarnación de Dios! La razón de todo esto es el amor divino, un
amor que es gracia, generosidad, deseo de proximidad, y que no duda en darse y
sacrificarse por las criaturas a las que ama.

La caridad, el amor es compartir en todo la suerte del
amado. El amor nos hace semejantes, crea igualdad, derriba los muros y las
distancias. Y Dios hizo esto con nosotros. Jesús, en efecto, «trabajó con manos
de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó
con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de
nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado» (Conc. Ecum. Vat.
II, Const. past. Gaudium
et spes, 22).

La finalidad de Jesús al hacerse pobre no es la pobreza en
sí misma, sino -dice San Pablo- «...para enriqueceros con su pobreza». No se
trata de un juego de palabras ni de una expresión para causar sensación. Al
contrario, es una síntesis de la lógica de Dios, la lógica del amor, la lógica
de la Encarnación y la Cruz.
Dios no hizo caer sobre nosotros la salvación desde lo alto, como la limosna de
quien da parte de lo que para él es superfluo con aparente piedad filantrópica.

¡El amor de Cristo no es esto! Cuando Jesús entra en las
aguas del Jordán y se hace bautizar por Juan el Bautista, no lo hace porque
necesita penitencia, conversión; lo hace para estar en medio de la gente,
necesitada de perdón, entre nosotros, pecadores, y cargar con el peso de
nuestros pecados. Este es el camino que ha elegido para consolarnos, salvarnos,
liberarnos de nuestra miseria. Nos sorprende que el Apóstol diga que fuimos
liberados no por medio de la riqueza de Cristo, sino por medio de su pobreza.
Y, sin embargo, San Pablo conoce bien la «riqueza insondable de Cristo» (Ef 3,
8), «heredero de todo» (Heb 1, 2).

¿Qué es, pues, esta pobreza con la que Jesús nos libera y
nos enriquece? Es precisamente su modo de amarnos, de estar cerca de nosotros,
como el buen samaritano que se acerca a ese hombre que todos habían abandonado
medio muerto al borde del camino (cfr. Lc 10, 25ss). Lo que nos da verdadera
libertad, verdadera salvación y verdadera felicidad es su amor lleno de
compasión, de ternura, que quiere compartir con nosotros.

La pobreza de Cristo que nos enriquece consiste en el hecho
que se hizo carne, cargó con nuestras debilidades y nuestros pecados,
comunicándonos la misericordia infinita de Dios. La pobreza de Cristo es la
mayor riqueza: la riqueza de Jesús es su confianza ilimitada en Dios Padre, es
encomendarse a Él en todo momento, buscando siempre y solamente su voluntad y
su gloria. Es rico como lo es un niño que se siente amado por sus padres y los
ama, sin dudar ni un instante de su amor y su ternura.

La riqueza de Jesús radica en el hecho de ser el Hijo, su
relación única con el Padre es la prerrogativa soberana de este Mesías pobre.
Cuando Jesús nos invita a tomar su "yugo llevadero", nos invita a
enriquecernos con esta "rica pobreza" y "pobre riqueza"
suyas, a compartir con Él su espíritu filial y fraterno, a convertirnos en
hijos en el Hijo, hermanos en el Hermano Primogénito (cfr Rom 8, 29).

Se ha dicho que la única verdadera tristeza es no ser santos
(L. Bloy); podríamos decir también que hay una única verdadera miseria: no
vivir como hijos de Dios y hermanos de Cristo.

Nuestro testimonio

Podríamos pensar que este "camino" de la pobreza
fue el de Jesús, mientras que nosotros, que venimos después de Él, podemos
salvar el mundo con los medios humanos adecuados. No es así. En toda época y en
todo lugar, Dios sigue salvando a los hombres y salvando el mundo mediante la
pobreza de Cristo, el cual se hace pobre en los Sacramentos, en la
Palabra y en su Iglesia, que es un pueblo de pobres. La riqueza de Dios no
puede pasar a través de nuestra riqueza, sino siempre y solamente a través de
nuestra pobreza, personal y comunitaria, animada por el Espíritu de Cristo.

A imitación de nuestro Maestro, los cristianos estamos
llamados a mirar las miserias de los hermanos, a tocarlas, a hacernos cargo de
ellas y a realizar obras concretas a fin de aliviarlas. La miseria no coincide
con la pobreza; la miseria es la pobreza sin confianza, sin solidaridad, sin
esperanza. Podemos distinguir tres tipos de miseria: la miseria material, la
miseria moral y la
miseria espiritual.

La miseria material es la que habitualmente llamamos pobreza
y toca a cuantos viven en una condición que no es digna de la persona humana:
privados de sus derechos fundamentales y de los bienes de primera necesidad
como la comida, el agua, las condiciones higiénicas, el trabajo, la posibilidad
de desarrollo y de crecimiento cultural. Frente a esta miseria la Iglesia
ofrece su servicio, su diakonia, para responder a las necesidades y curar estas
heridas que desfiguran el rostro de la humanidad.

En los pobres y en los últimos vemos el rostro de Cristo;
amando y ayudando a los pobres amamos y servimos a Cristo. Nuestros esfuerzos
se orientan asimismo a encontrar el modo de que cesen en el mundo las
violaciones de la dignidad humana, las discriminaciones y los abusos, que, en
tantos casos, son el origen de la miseria. Cuando el poder, el lujo y el dinero
se convierten en ídolos, se anteponen a la exigencia de una distribución justa
de las riquezas. Por tanto, es necesario que las conciencias se conviertan a la
justicia, a la igualdad, a la sobriedad y al compartir.

No es menos preocupante la miseria moral, que consiste en
convertirse en esclavos del vicio y del pecado. ¡Cuántas familias viven
angustiadas porque alguno de sus miembros -a menudo joven- tiene dependencia
del alcohol, las drogas,
el juego o la pornografía! ¡Cuántas personas han perdido el sentido de la vida,
están privadas de perspectivas para el futuro y han perdido la esperanza! Y
cuántas personas se ven obligadas a vivir esta miseria por condiciones sociales
injustas, por falta de un trabajo, lo cual les priva de la dignidad que da
llevar el pan a casa, por falta de igualdad respecto de los derechos a la
educación y la salud. En estos casos la miseria moral bien podría llamarse casi
suicidio incipiente.

Esta forma de miseria, que también es causa de ruina
económica, siempre va unida a la miseria espiritual, que nos golpea cuando nos
alejamos de Dios y rechazamos su amor. Si consideramos que no necesitamos a
Dios, que en Cristo nos tiende la mano, porque pensamos que nos bastamos a
nosotros mismos, nos encaminamos por un camino de fracaso. Dios es el único que
verdaderamente salva y libera.

El Evangelio es el verdadero antídoto contra la miseria
espiritual: en cada ambiente el cristiano está llamado a llevar el anuncio
liberador de que existe el perdón del mal cometido, que Dios es más grande que
nuestro pecado y nos ama gratuitamente, siempre, y que estamos hechos para la
comunión y para la vida eterna. ¡El Señor nos invita a anunciar con gozo este
mensaje de misericordia y de esperanza!

Es hermoso experimentar la alegría de extender esta buena
nueva, de compartir el tesoro que se nos ha confiado, para consolar los
corazones afligidos y dar esperanza a tantos hermanos y hermanas sumidos en el
vacío. Se trata de seguir e imitar a Jesús, que fue en busca de los pobres y
los pecadores como el pastor con la oveja perdida, y lo hizo lleno de amor.
Unidos a Él, podemos abrir con valentía nuevos caminos de evangelización y
promoción humana.

Queridos hermanos y hermanas, que este tiempo de Cuaresma
encuentre a toda la Iglesia dispuesta y solícita a la hora de testimoniar a
cuantos viven en la miseria material, moral y espiritual el mensaje evangélico,
que se resume en el anuncio del amor del Padre misericordioso, listo para
abrazar en Cristo a cada persona. Podremos hacerlo en la medida en que nos
conformemos a Cristo, que se hizo pobre y nos enriqueció con su pobreza.

La Cuaresma es un tiempo adecuado para despojarse; y nos
hará bien preguntarnos de qué podemos privarnos a fin de ayudar y enriquecer a
otros con nuestra pobreza. No olvidemos que la verdadera pobreza duele: no
sería válido un despojo sin esta dimensión penitencial. Desconfío de la limosna
que no cuesta y no duele.

Que el Espíritu Santo, gracias al cual «[somos] como pobres,
pero que enriquecen a muchos; como necesitados, pero poseyéndolo todo» (2 Cor
6, 10), sostenga nuestros propósitos y fortalezca en nosotros la atención y la
responsabilidad ante la miseria humana, para que seamos misericordiosos y
agentes de misericordia. Con este deseo, aseguro mi oración por todos los
creyentes. Que cada comunidad eclesial recorra provechosamente el camino
cuaresmal. Os pido que recéis por mí. Que el Señor os bendiga y la Virgen os
guarde.

Vaticano, 26 de diciembre de 2013

Fiesta de San Esteban, diácono y protomártir

FRANCISCUS